16 noviembre 2023

Sobre la necesidad de reescribir el relato tecnológico

por Santi Garcia

Estamos a las puertas de la que puede ser la mayor revolución tecnológica en los últimos cien años. Diferentes estudios sugieren que millones de empleos se verán afectados por el uso de soluciones de inteligencia artificial en la próxima década. ¿Qué sucederá con esas personas? Si miramos hacia atrás el panorama es poco halagüeño. Desde los años ochenta del pasado siglo vivimos inmersos en una dinámica donde los avances tecnológicos favorecen la concentración de poder en unas pocas grandes empresas y el ensanchamiento de las brechas sociales, en lugar de contribuir a la prosperidad colectiva. Sin embargo, el rumbo de la tecnología no es un producto inevitable de los avances científicos y las fuerzas del mercado, sino una elección, una elección que nosotros, como sociedad, tomamos, a menudo sin darnos cuenta de sus consecuencias. 

Esta es la tesis que Daron Acemoglu y Simon Johnson desarrollan en su libro Power and Progress: Our thousand-year struggle over technology and prosperity (2023). Tras repasar una selección de momentos históricos en que los aumentos de la productividad derivados de la introducción de diferentes avances tecnológicos han tenido consecuencias de diverso signo para la sociedad, los autores formulan un alegato contra el “tecnodeterminismo” y a favor de la necesidad (y la oportunidad) que hoy tenemos los ciudadanos de influir en el rumbo de la innovación tecnológica, en concreto sobre los avances en el campo de la inteligencia artificial, para que estos avances contribuyan a la prosperidad colectiva en lugar de beneficiar únicamente a unas élites privilegiadas, como, por desgracia, ha sucedido con demasiada frecuencia a lo largo de la historia. 

De dónde venimos. A dónde vamos 

A menudo, la tecnología crea grandes ganancias de productividad, pero si esas ganancias se distribuyen de manera desigual, las desigualdades existentes pueden exacerbarse. Lo hemos visto a lo largo de la historia. Sucesivos avances tecnológicos han traído consigo nuevas formas de organizar la producción. Sin embargo, con frecuencia estos avances solo beneficiaban a una pequeña élite. En la Edad Media, por ejemplo, los avances en técnicas agrícolas impulsaron la productividad de los trabajadores del campo, pero los beneficios los cosechaban la Iglesia, que los invertía en monumentales catedrales, o los nobles, que los invertían en campañas militares, sin que esas ganancias mejoraran la calidad de vida del común de la población. De manera similar, durante el inicio de la industrialización en Inglaterra, mientras unos pocos acumulaban enormes riquezas, los trabajadores veían como sus condiciones de vida y laborales se deterioraban de manera progresiva. 

Actualmente, nos encontramos en un escenario que evoca estos períodos de la historia. Antes incluso de que la última ola de inteligencia artificial tomara impulso, ya estábamos viendo surgir una sociedad bifurcada. El modelo de prosperidad compartida de Estados Unidos, que prevaleció desde la Gran Depresión, y con particular fuerza desde la Segunda Guerra Mundial, comenzó a desmoronarse en los años 80, cuando, avaladas por la doctrina Friedman (el paradigma dominante en las escuelas de negocios donde eran educados muchos directivos), el poder económico se concentró en grandes corporaciones, las estructuras tradicionales de distribución de riqueza sufrieron una importante erosión y la tecnología empezó a inclinarse fuertemente hacia la automatización, es decir, a la sustitución de personas por máquinas. Esto no solo llevó a una automatización acelerada, sino que, desde entonces, pocas innovaciones tecnológicas han desafiado este sesgo contra el empleo de trabajadores humanos. Además, a medida que el poder del movimiento sindical mermaba, los salarios se estancaban. La debilidad del sindicalismo, combinada con la predisposición de muchos directivos hacia la automatización — vista como una forma de reducir costes y disminuir el poder negociador de los trabajadores —, resultó en un declive en la distribución equitativa de riqueza y en un sesgo todavía más pronunciado hacia la automatización. 

Últimamente, con la aparición de técnicas avanzadas de IA, esta división se ha acelerado. Las herramientas modernas de IA fortalecen a los gigantes tecnológicos, permitiéndoles automatizar aún más trabajos y desplazar el trabajo humano. Aunque algunos argumentan que estas herramientas pueden solucionar desafíos globales, la mayoría de las ganancias generadas por la IA, al menos por ahora, no se deben a su impacto revolucionario en la productividad, sino a cómo facilita la concentración de riqueza y poder en manos de unos pocos. 

No obstante, según Acemoglu y Johnson el futuro no tiene que seguir este guion necesariamente, sino que tenemos la oportunidad de reescribir el relato tecnológico. Ya lo conseguimos anteriormente y podemos volver a hacerlo. Recordemos, por ejemplo, lo que sucedió en Estados Unidos y en muchos países europeos después de la Segunda Guerra Mundial: la tecnología avanzó rápidamente, pero también surgieron innovaciones que potenciaban las capacidades de los trabajadores y creaban nuevas oportunidades laborales para todos. Fue la interacción entre innovación, competencia empresarial y negociación colectiva lo que permitió que la tecnología beneficiara a muchos, dando lugar al nacimiento de una robusta clase media, factor esencial de cohesión social y estabilidad política. 

Tecnología, productividad y progreso 

Cuando analizamos las prácticas de las empresas con las que nos relacionamos vemos que adoptan avances tecnológicos por diversos motivos. Con frecuencia, lo que buscan es aumentar su productividad (el output por unidad de trabajo), pero también hay compañías que incorporan nuevas soluciones tecnológicas por otras razones. En ocasiones, las empresas deciden automatizar ciertas tareas ante la escasez en el mercado de trabajadores capaces de llevarlas a cabo. En otros casos, se trata de tareas que resultan poco atractivas por tratarse de tareas aburridas, sucias, denigrantes o peligrosas. Lo que inglés se conoce como “4D” (Dull, Demeaning, Dirty or Dangerous). También hay empresas que deciden digitalizar ciertos procesos con el único fin de capturar datos que luego les puedan ayudar a tomar mejores decisiones, o para incrementar el control sobre la actividad de sus trabajadores (ver aquí lo que escribí hace algunos meses sobre la “paranoia de la productividad”), o como un medio para trasladar ciertos costes a sus clientes a través de modelos de autoservicio, o para proporcionarles una atención más personalizada, o también –cómo no– hay veces que simplemente es una cuestión de moda. 

Sin embargo, según los autores, para que la introducción de nuevas tecnologías en los sistemas productivos redunde en beneficio del conjunto de la sociedad es necesario que se cumplan una serie de condiciones. 

Para empezar, no basta con que la nueva tecnología aumente la productividad total, es decir, la cantidad de output por unidad de trabajo. Esto también puede conseguirse sustituyendo trabajadores humanos por máquinas o algoritmos, con lo que las personas que hasta ese momento realizaban las tareas automatizadas se quedan sin empleo, mientras que la empresa consigue producir lo mismo, o incluso más, empleando menos “horas hombre”.  

Según Acemoglu y Johnson, hace falta, además, que el cambio tecnológico no afecte negativamente a la demanda de trabajo, para lo cual, además de aumentar la productividad total, debe aumentar también la productividad marginal, es decir, la contribución adicional de añadir a la función de producción una unidad extra (una hora) de trabajo, lo que, a su vez, puede lograrse usando la tecnología para incrementar la productividad de las personas en las tareas que ya hacían, o para crear nuevas tareas y trabajos de valor añadido. 

Pero que el cambio tecnológico provoque un aumento de la productividad marginal sigue sin ser suficiente. Los autores argumentan que para que la adopción de una nueva tecnología se traduzca en un aumento de la prosperidad colectiva se necesitan más cosas.  

Por una parte, que de la implantación de la nueva tecnología se deriven oportunidades laborales accesibles para personas con diferentes niveles de cualificación. Pensémoslo por un momento, que la automatización genere nuevas tareas para los humanos poco aporta a la prosperidad colectiva si esas tareas solo puede realizarlas una élite de profesionales altamente cualificados. En cambio, la introducción de una solución tecnológica que facilita que quienes sin esa herramienta no pudieran realizar una tarea ahora sí pueden hacerla sí que contribuye a esa meta. 

Por otra parte, se necesita que las ganancias de productividad se repartan entre los trabajadores y sus empleadores. Por ejemplo, durante la primera revolución industrial en Inglaterra el aumento de la productividad marginal derivada de la introducción de avances tecnológicos en los sistemas de producción no se tradujo en ningún beneficio para los trabajadores, sino que estos se vieron obligados a trabajar más horas y en peores condiciones. Sin embargo, como señalamos antes, en las décadas que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial las cosas fueron muy distintas como resultado de la interacción entre innovación, competencia empresarial y negociación colectiva. 

El desafío al que nos enfrentamos 

Hoy en día, corremos el riesgo de que la eclosión de la inteligencia artificial amplifique las tendencias existentes hacia una mayor desigualdad económica. Aunque algunos afirman que estas nuevas tecnologías ofrecen beneficios generalizados, sus ventajas suelen ser limitadas cuando se trata de la mayoría de las tareas humanas. Además, el uso de IA para fines de control y supervisión en los lugares de trabajo agrava las disparidades de ingresos y socava la autonomía y la agencia de los trabajadores. Asimismo, es alarmante que la trayectoria actual del desarrollo de la IA amenace con deshacer décadas de progreso económico en los países en desarrollo al contribuir a su desindustrialización o, tal como advertía un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo, al provocar que ciertos trabajos administrativos, que tradicionalmente han sido una fuente importante de empleo femenino a medida que los países se desarrollan económicamente, nunca surjan en esos países de bajos ingresos. En pocas palabras, este enfoque en la inteligencia artificial como paradigma dominante en el desarrollo de la tecnología digital puede conducir a resultados distributivos sesgados, beneficiando desproporcionadamente a unos pocos y dejando a la mayoría en desventaja. 

No obstante, a pesar de este panorama, los autores se muestran optimistas. Este camino no está escrito en piedra. Como ha sucedido anteriormente en la historia, podemos redirigir el curso del cambio tecnológico.  

¿Cómo podemos lograrlo?  

A través de cambios en la narrativa –hoy en día dominada por los gigantes tecnológicos–, la construcción de poderes que actúen como contrapesos del poder de esas grandes corporaciones, y la implementación de políticas y soluciones regulatorias bien pensadas, la sociedad puede orientar la tecnología en una dirección que sirva a muchos, no sólo a unos pocos. 

Es necesario provocar un debate público sobre hasta qué punto las nuevas tecnologías, y en particular la inteligencia artificial, trabajan a favor o en contra de la población en general, e incluso pueden representar una amenaza para la democracia. En lugar de poner un énfasis indebido en la inteligencia de las máquinas, en lo que son capaces de hacer, según Acemoglu y Johnson el objetivo debería ser maximizar la «utilidad de las máquinas» (machine usefulness), es decir, aprovechar la tecnología para que sirva como complemento de las capacidades humanas, en lugar de como una fórmula para eliminar puestos de trabajo. Históricamente este enfoque ha producido algunas de las aplicaciones más transformadoras y productivas de la tecnología digital, pero, desafortunadamente, esta perspectiva más equilibrada se ha visto en gran medida eclipsada por la prisa por lograr la inteligencia artificial y la automatización. 

En segundo lugar, es necesario construir fuerzas que contrarresten el poder que han acumulado las grandes corporaciones que, hoy por hoy, dominan el relato tecnológico. Por ejemplo, de la misma manera que según un reciente informe de KPMG más de la mitad de los inversores han cancelado acuerdos de fusiones y adquisiciones debido a hallazgos en sus due diligences en materia ambiental, social y de gobernanza (ESG – Environmental, Social and Governance), los grandes inversores podrían exigir una mayor transparencia a sus empresas participadas sobre cómo orientan sus inversiones en tecnología. En esta línea, Acemoglu y Johnson también destacan la necesidad de cambiar los paradigmas en las escuelas de negocios (algo que creo que ya está sucediendo) hacia una visión del desarrollo tecnológico más socialmente responsable, así como acciones dirigidas a reorientar la brújula ética de los jóvenes interesados en trabajar en empresas tecnológicas. Tampoco podemos olvidarnos de los sindicatos, que necesitan ponerse al día y asegurarse de que el rumbo del cambio tecnológico ocupa un lugar destacado en sus agendas. Y prestar atención a la evolución de fórmulas asociativas emergentes como los “sindicatos de datos” (data unions), soluciones de crowdselling que permiten agrupar en tiempo real los datos de un usuario junto con los de otros usuarios, y distribuir parte de los ingresos cuando alguien paga por acceder a ellos.  

Finalmente, se necesitan políticas y medidas regulatorias específicas destinadas a redirigir el curso del progreso tecnológico hacia el bien común. Entre otras, medidas para proteger la privacidad y la propiedad de datos como contramedidas cruciales contra los monopolios de las grandes tecnológicas y responsabilizar a las plataformas digitales por los contenidos que promueven, como hace la reciente Ley de Servicios Digitales de la Unión Europea. Otras medidas que plantean los autores incluyen el establecimiento de incentivos que desalienten la vigilancia intrusiva y, en su lugar, fomenten tecnologías que complementen el trabajo humano; acciones antimonopolio, como las que provocaron la división de Standard Oil en 1911 y la de AT&T en 1982; reducción de la asimetría entre el tratamiento fiscal que reciben las inversiones en capital y la contratación de trabajadores humanos, apoyo a la formación continua de los trabajadores; reformas del sistema educativo, e incluso un sugerente “impuesto sobre la publicidad digital” que desincentive los modelos de negocio basados en la vigilancia y explotación de datos sobre el comportamiento de los usuarios en que se basa la mayoría de las plataformas online. 

Como podemos leer en la portada del libro: “Power and Progress demuestra que el camino de la tecnología una vez estuvo (y puede volver a estar) bajo control. Los tremendos avances informáticos del último medio siglo pueden convertirse en herramientas empoderadoras y democratizadoras, pero no si todas las decisiones importantes permanecen en manos de unos pocos líderes tecnológicos arrogantes que se esfuerzan por construir una sociedad que eleve su propio poder y prestigio”.  

Os recomiendo su lectura. 

Referencia

Johnson, S., & Acemoglu, D. (2023). Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity. Hachette UK.

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Photo Jon Tyson