
Artículo publicado originalmente en el número de mayo de 2025 de la revista Capital Humano.
La llegada acelerada de la inteligencia artificial (IA) está transformando el mundo del trabajo a un ritmo sin precedentes. Para los trabajadores esta transformación representa un arma de doble filo: por un lado, promete mejoras notables en productividad y la creación de nuevos roles de más valor añadido, al mismo tiempo que se perfila como una herramienta de gran ayuda para su formación; pero, por otro, genera incertidumbre sobre la sustitución de empleos tradicionales y un posible deterioro de ciertas habilidades humanas.
Informes recientes –como el Future of Jobs Report del Foro Económico Mundial– estiman que aproximadamente dos quintas partes de los conocimientos y las habilidades actuales de las personas trabajadoras pueden quedar obsoletos de aquí a 2030, mientras que tres de cada cinco trabajadores necesitarán algún tipo de capacitación en ese mismo período para seguir siendo empleables. Estas cifras ilustran la magnitud del reto, pues millones de personas tendrán que adaptarse en pocos años a nuevas funciones, sectores o formas de trabajar para no quedar rezagados en esta transición tecnológica.
Ante este escenario, un factor esencial para la empleabilidad de las personas es la cantidad y calidad de las oportunidades de empleo disponibles en el mercado. Desde esta perspectiva, la IA, al igual que otras tecnologías emergentes como la robótica, influye en la demanda del mercado de trabajo a través de varios mecanismos:
1. Aumentos de la productividad en ciertas ocupaciones, aprovechando la complementariedad y posibles sinergias entre humanos y máquinas, que hacen que se necesiten menos personas para hacer el mismo trabajo.
2. Desplazamiento de trabajadores como consecuencia de la automatización de tareas, que reduce la demanda de ciertos puestos.
3. Aparición de nuevas ocupaciones, que a menudo requieren nuevas habilidades y conocimientos.
4. Eventualmente, aumento o disminución de la demanda de trabajos ya existentes, como consecuencia de variaciones en los hábitos de los consumidores o en los métodos de trabajo de las empresas a raíz de este cambio tecnológico. Por ejemplo, si la AI provoca, tal como pronostican algunos, que tengamos más tiempo para actividades de ocio.
Este balance entre empleos creados, destruidos y transformados determinará el impacto final de la IA en la cantidad y calidad de las oportunidades de empleo al alcance de las personas. Lo más probable es que no todo serán pérdidas, ya que de la misma manera que la tecnología elimina ciertos roles, también creará otros nuevos, al tiempo que los incrementos de productividad asociados al uso de estas nuevas herramientas pueden facilitar que aumenten los salarios. Pero tampoco podemos pecar de ingenuos.
Las brechas de habilidades
Una cuestión que hay que tener muy en cuenta es que las brechas de habilidades son uno de los principales obstáculos para los procesos de transformación por los que necesitan pasar muchas empresas hoy en día. Este es el motivo de que la capacitación continua de los empleados sobresalga como la estrategia de gestión de personas más mencionada por las empresas para el período 2025-2030, ya sea en la forma de proyectos de reskilling (que persiguen la adquisición de nuevas habilidades que faciliten cambios de rol) o de upskilling (dirigidos a proporcionar a las personas habilidades para poder seguir desempeñando la misma función en un entorno diferente).
Sin embargo, el reskilling y el upskilling no son las únicas estrategias que las empresas consideran para hacer frente a esas brechas de habilidades que dificultan su transformación. Muchas se plantean otras vías de trabajo alternativas o complementarias a la capacitación de sus trabajadores. Por ejemplo, la contratación de nuevos empleados que ya posean esas habilidades que ahora necesitan, o reubicar a trabajadores que ahora ocupan roles en declive en roles en crecimiento. Aunque también hay muchas compañías que se plantean acelerar la automatización de tareas y procesos, o complementar y aumentar las capacidades de su fuerza laboral con nuevas tecnologías.
En consecuencia, es difícil anticipar cuál va a ser el impacto real de este cambio tecnológico en la demanda del mercado de trabajo. Además ese impacto dependerá mucho de cuánto y cómo de rápido avance la tecnología. En cualquier caso, necesitamos estar preparados.
La conjetura de los puntos de inflexión
Una cuestión que debemos tener muy presente es que a las tecnologías de inteligencia artificial todavía les queda mucho camino por recorrer. En este sentido, resulta muy sugerente la denominada «conjetura de los puntos de inflexión» en la adopción de IA, sobre la que se han llevado a cabo varias investigaciones en el ámbito académico. Esta hipótesis sugiere que en cada ocupación existe un umbral crítico a partir del cual el efecto de la IA sobre el trabajador humano se invierte. Antes de alcanzar ese punto, el uso de herramientas de IA tiene un efecto positivo: aumentan el rendimiento y productividad del empleado, potenciando su capacidad y sus ingresos, sobre todo si hablamos de profesionales freelance. Sin embargo, después de traspasar ese punto de inflexión, la IA pasa de ser complemento a convertirse en competidor directo del humano. Cada mejora adicional en la capacidad de la IA perjudica entonces al trabajador, desplazándolo y reduciendo tanto la demanda de sus servicios como sus ingresos.
Es decir, inicialmente la IA hace más valioso al profesional, pero llegada cierta madurez tecnológica, la IA podría suplantar buena parte de sus funciones. Para complicarlo más, diferentes ocupaciones cruzarán ese punto de inflexión en diferentes momentos.
Esta hipótesis tiene importantes implicancias prácticas. Identificar el punto de inflexión de cada tarea o profesión resulta crucial para anticipar cambios en la empleabilidad de las personas que las realizan. Mientras la IA tenga limitaciones significativas frente a la pericia humana en cierto trabajo (pensemos en la conducción autónoma antes de ser totalmente fiable, o en la traducción automática antes de captar matices culturales), la estrategia óptima será una colaboración estrecha entre humanos e IA: el trabajador aprovecha las ventajas de la herramienta para rendir más, y la empresa obtiene un binomio más productivo que la suma de sus partes. Pero una vez que la IA alcanza un nivel que le permite ejecutar la mayor parte de las tareas con igual o mayor calidad que una persona promedio, el valor añadido del humano decaerá rápidamente.
La conjetura de los puntos de inflexión nos recuerda que la frontera entre la IA como aliada y la IA como competidora es móvil, y que prepararnos para el vuelco que supone cruzar esa frontera es tan importante como aprovechar las ventajas inmediatas de la tecnología. Alcanzado ese punto, los profesionales afectados necesitarán redirigirse hacia otras funciones donde los humanos sigamos aportando un valor diferencial, y esas transiciones deberemos gestionarlas con responsabilidad, prudencia y visión a largo plazo.
Por ello, contar con planes de recapacitación y movilidad para los empleados afectados antes de que la IA los sobrepasedebería ser un objetivo de cualquier «planificación de la fuerza de trabajo» que se precie de «estratégica», para lo cual las empresas necesitan estar muy atentas a señales que indiquen que ese punto de inflexión puede estar aproximándose a los trabajos que actualmente desempeñan sus personas. Entre otros motivos porque, dada la velocidad a la que está evolucionando la IA, ese momento podría llegar antes de lo previsto.
Ironías de la automatización
Más allá de las ganancias de productividad, la automatización de ciertos empleos y la posible aparición de otros nuevos, la integración masiva de la IA en el trabajo plantea una cuestión más sutil pero también de suma importancia: ¿cómo puede afectar su uso a las capacidades —principalmente las capacidades cognitivas— de los seres humanos?
Sabemos que la inteligencia artificial puede ser una herramienta poderosa para potenciar ciertas habilidades humanas. Entre otras, puede ayudar al desarrollo del pensamiento crítico, la creatividad, el aprendizaje continuo y la toma de decisiones informadas. Por ejemplo, los asistentes basados en IA pueden ayudar a los profesionales a estructurar ideas, analizar grandes volúmenes de información o simular escenarios complejos, facilitando así una comprensión más profunda y un enfoque más analítico. Además, en entornos educativos y corporativos, la IA permite ofrecer experiencias de aprendizaje personalizadas, adaptadas al ritmo y estilo de cada individuo, promoviendo una mayor autonomía y motivación. Es decir, en lugar de reemplazar nuestras capacidades, la IA bien integrada puede ampliarlas, siempre que fomentemos una relación activa y reflexiva con la tecnología.
Sin embargo, históricamente muchos avances tecnológicos también han suscitado preocupaciones sobre una posible atrofia mental. En la antigua Grecia, Sócrates temía que la escritura debilitara la memoria; siglos después se dijo lo mismo de las calculadoras respecto al cálculo mental; y ahora, con las herramientas de IA actuales, capaces de generar textos, código o análisis de forma autónoma, surge el riesgo de una «automatización cognitiva» que podría minar el pensamiento crítico y la autonomía intelectualde los trabajadores.
Un artículo reciente de Lee et al. (2025) explora esta hipótesis entre trabajadores del conocimiento que usan herramientas de IA generativa. Sus hallazgos revelan dinámicas psicológicas interesantes: Aquellos usuarios con alta confianza en las capacidades de la IA tienden a ejercer menos pensamiento crítico sobre los resultados que les ofrece la máquina, aceptando sus respuestas con mayor pasividad, mientras que quienes poseen mayor confianza en sí mismos (en su pericia y experiencia) utilizan estas herramientas de forma más deliberativa, examinando y cuestionando sus propuestas, mostrando un nivel más alto de pensamiento crítico.
Podríamos decir que el uso extendido de IA genera una especie de paradoja del esfuerzo cognitivo. Por un lado, las herramientas de IA reducen la carga mental y el esfuerzo percibido para realizar muchas tareas intelectuales rutinarias –buscar información, redactar borradores, resumir datos–, lo que a priori debería ser positivo, pero precisamente este menor esfuerzo puede inducir a una sobreconfianza y a una dependencia excesiva de la herramienta por la que el trabajador deja de profundizar o de dudar de los resultados obtenidos, pasando de ser un agente activo a un mero supervisor pasivo de la respuesta automática.
Con el tiempo, advierten los expertos, esta dinámica podría erosionar la autonomía cognitiva. Si cada vez más confiamos en que «la IA lo averiguará por mí», corremos el riesgo de que nuestra capacidad de análisis independiente se deteriore. Es el fenómeno conocido como «cognitive offloading» (descarga cognitiva): delegamos en la máquina funciones mentales que antes ejercíamos nosotros, lo que nos libera recursos para otras cosas, pero también puede degradar esas habilidades que dejamos de practicar. Como señaló Bainbridge en los años 1980, la ironía de la automatización es que al mecanizar las tareas rutinarias y reservar solo las excepciones difíciles para el humano, privamos a este de las oportunidades cotidianas de ejercitar su juicio, debilitando sus «músculos» cognitivos de tal modo que, cuando surgen casos que requieren verdadera pericia, el individuo llega atrofiado y mal preparado.
Desde luego, esto no significa que estemos condenados a volvernos intelectualmente perezosos por culpa de la IA, pero subraya la importancia de usar la IA con conciencia y mesura. En la práctica, mantener la autonomía cognitiva implica fomentar entornos de trabajo donde la IA sea una ayuda, pero no un delegado omnipresente. Por ejemplo, empresas y educadores pueden incentivar que, tras obtener una respuesta de la IA, el profesional la verifique críticamente –contrastando con fuentes externas o con su propio criterio– en lugar de aceptarla tal cual. También hay organizaciones que empiezan a capacitar a sus empleados para que sean capaces de discernir cuándo confiar en la IA y cuándo desconfiar, cómo detectar sesgos o errores sutiles en sus resultados, y cómo complementar la solución automatizada con aportes humanos creativos. De este modo, se intenta convertir la interacción con la IA en una oportunidad para reforzar ciertas habilidades (como el propio pensamiento crítico) en lugar de atrofiarlas, desde el entendimiento de que, en última instancia, el impacto de la IA en las capacidades humanas dependerá de cómo la integremos en nuestros procesos mentales y organizativos.
Sobre la responsabilidad de las empresas
El protagonismo de las empresas en esta transición tecnológica es indiscutible. Las decisiones corporativas sobre cómo implementar IA determinan en gran medida si sus efectos serán positivos o negativos para la empleabilidad de sus personas. Por eso es tan importante que actúen de manera responsable.
Como explican Daron Acemoglu y Simon Johnson en su libro Power and Progress: Our thousand-year struggle over technology and prosperity (2023), para que la introducción de nuevas tecnologías en los sistemas productivos redunde en beneficio del conjunto de la sociedad es necesario que se cumplan una serie de condiciones.
Para empezar, no basta con que la nueva tecnología aumente la productividad total, entendida como la cantidad de output por unidad de trabajo. Esto podríamos lograrlo sustituyendo a todos los trabajadores humanos por máquinas o algoritmos. Según los autores, hace falta que el cambio tecnológico no afecte negativamente a la demanda de trabajo, para lo cual, además de aumentar la productividad total, también debe aumentar la productividad marginal, es decir, la contribución adicional de añadir a la función de producción una unidad extra (una hora) de trabajo, por ejemplo, aprovechando la tecnología para crear nuevas tareas y trabajos de mayor valor añadido. Aunque para Acemoglu y Johnson hacen falta dos cosas más. Por una parte, que de la implantación de la nueva tecnología se deriven oportunidades laborales accesibles para personas con diferentes niveles de cualificación. Por otra parte, que las ganancias de productividad se repartan entre los trabajadores y sus empleadores de manera adecuada.
Al mismo tiempo, las empresas deben asumir como una responsabilidad propia la actualización de las competencias de sus empleados. Esto implica destinar recursos significativos a programas de reskilling y upskilling, facilitar el acceso a certificaciones o microcredenciales, y crear itinerarios de carrera que permitan a un empleado de un puesto susceptible de automatización prepararse para otro más demandado. También supone recompensar a aquellos trabajadores que tienen la iniciativa de formarse en habilidades escasas.
Además, un enfoque responsable supone evitar la tentación del «despido fácil» ante cada avance tecnológico. En lugar de utilizar la IA simplemente para recortar headcount y costes en el corto plazo, la empresa con visión de futuro buscará redirigir a esos empleados hacia nuevas funciones donde aporten valor, lo que muy probablemente pondrá a prueba la creatividad de sus líderes, comenzando por los líderes de la función de Personas.
Hacia un enfoque proactivo y humanista
Necesitamos asumir que estamos en una encrucijada histórica. La revolución de la inteligencia artificial representa uno de los mayores desafíos y oportunidades para la empleabilidad y el crecimiento de las personas. A medida que las máquinas aprenden y realizan tareas hasta ahora reservadas a los humanos, nos vemos obligados como sociedad a reflexionar sobre cuál es el futuro del trabajo que deseamos y cuál es el futuro del trabajo al que nos dirigen tanto nuestras acciones como nuestras omisiones. Los desafíos son innegables: riesgo de desplazamiento de millones de trabajadores, polarización entre empleos de alta y baja cualificación, necesidad de reconvertir sistemas educativos y de protección social que fueron diseñados para un mundo diferente, y el peligro de erosionar ciertas capacidades humanas básicas si nos volvemos excesivamente dependientes de la automatización. Sin una acción decidida, podríamos encaminarnos a un escenario de mayor desigualdad, con «ganadores y perdedores» de la IA, y un incremento del malestar y la polarización social.
Afortunadamente, el mensaje central que emerge de nuestras conversaciones con expertos y de los estudios que llegan a nuestras manos es de optimismo cauto. El futuro no está predeterminado, sino que depende en gran medida de las decisiones que tomemos hoy. La IA, correctamente encauzada, tiene el potencial de convertirse en un poderoso aliado del progreso humano: puede liberar a las personas de labores penosas o repetitivas, ampliar nuestras capacidades cognitivas, y propiciar un salto en productividad que nos abra las puertas a nuevas oportunidades laborales hoy inimaginables.
Sin embargo, para lograr ese desenlace positivo, es imprescindible que adoptemos un enfoque proactivo y humanista. Esto significa prestar atención para anticipar los cambios (en lugar de reaccionar tardíamente), invertir por adelantado en la formación y el bienestar de la fuerza laboral, y actualizar nuestras instituciones –empresas, sistemas educativos y políticas públicas– con la flexibilidad que exige un entorno tecnológico dinámico, situando a las personas en el centro de los múltiples debates que plantea este cambio de era.
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